lunes, 22 de marzo de 2010

El beato Julián Plazaola Artola: Tarsicio donostiarra que fue mártir por su amor a Cristo y a los hermanos

La Adoración Nocturna de Gipuzkoa agradece al P. Juan Plazaola Artola, hermano del beato Julián, la puesta a disposición de diversa documentación relativa a su hermano.

El beato Julián Plazaola Artola (1915-1936)
Familia e infancia

Julián Plazaola Artola nació en San Sebastián, en la calle Elcano 8-5º, el 12 de septiembre de 1915 en el seno de una familia cristiana. Fue cronológicamente el quinto de diez hermanos. Hijo de Juan José Plazaola y Ugalde, nacido en Legazpi, trabajador de la contrucción, y María Juana Artola y Jáuregui, nacida en un caserío de Astigarraga, trabajadora en el caserío hasta su matrimonio y después ama de casa.
La hermana mayor fue al cielo muy deprisa, tan aprisa que no la conoció ninguno de sus hermanos. La pena de sus padres acogida desde la fe quedó en parte mitigada por los otros nueve hijos que el Señor les concedió.
Julián renació a la vida de gracia, fue liberado del pecado original, hecho hijo adoptivo del Padre, miembro de Cristo, templo del Espíritu Santo e incorporado a la Iglesia mediante el sacramento del Bautismo que recibió el 15 del mismo mes en la parroquia de Santa María del Coro, en la parte vieja donostiarra.
Fue enriquecido del don del Espíritu Santo, vinculándose más perfectamente a la Iglesia y fortalecido mediante el Sacramento de la confirmación que recibió el 6 de octubre de 1919 de manos del Sr. Obispo de Vitoria, D. Mateo Múgica. San Sebastián pertenecía entonces a la diócesis de Vitoria.
Julián aprendió la fe cristiana en casa, en la familia. Todos los días rezaban todos juntos, padres e hijos, el Santo Rosario ante una imagen de la Virgen, arrodillándose para la Letanía Lauretana. Era la madre la que convocaba a todos los hijos que, al anochecer, volvían a casa. Así aprendió Julián, Juli, como le llamaban en familia, a contemplar el rostro de Cristo, a través de los ojos de la Santísima Virgen María. Tres hijas y dos hijos del matrimonio Plazaola Artola abrazaron el estado religioso.
También en familia aprendió Julián la belleza, exigencia y felicidad de la fe, esperanza y caridad cristianas. No había pobre alguno que llamara a la puerta de casa y no se llevara una moneda o un bocadillo. Y eso que ¡había que alimentar once bocas!
Los once tuvieron que mudarse a Amara Viejo (calle Arroca) debido a los avatares financieros de los propietarios del piso del que eran inquilinos de la calle Elcano. La madre “mujer fuerte”, generosa y atenta, el padre trabajador y austero, configuraron los rasgos de la personalidad de Julián.
A los cuatro años Julián estudiaba en el grupo de Párvulos de la escuela municipal de la calle Peñaflorida. A los ocho años, se matriculó en el Colegio de los Ángeles, inaugurado el 11 de octubre de 1911, que dirigían los hermanos de las Escuelas Cristianas (La Salle), en la calle San Juan. Es el edificio en el que en la actualidad ensaya el Orfeón Donostiarra. Allí recibió Julián una sólida educación cristiana y fue preparado para la vida con una formación completa en las materias de la época que correspondían a su edad.
Las tardes de los días festivos un patronato reunía a los alumnos que libremente querían dedicarse a deportes y otras actividades creativas y recreativas, bajo la atención de los Hermanos. Antes de esas actividades tenían una hora de catequesis avanzada a cargo de sacerdotes y seglares celosos de la parroquia de San Vicente.
En ese clima de intensa piedad y profunda educación cristiana, se preparó Julián para el día más importante de su vida, la Primera Comunión. Recibió a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, real y substancialmente presente en el sacramento de la Eucaristía, a los nueve años. La fotografía de Julián el día de su Primera Comunión es enormemente sugestiva. Un Rosario en una mano, un libro (¿los Evangelios?) en la otra. Julián hizo la primera comunión en la parroquia de Santa María del Coro.
¡Habrá santos entre los niños! exclamó Pío X cuando adelantó la edad para recibir la Primera Comunión. Creemos que, de alguna manera, predecía el caso de Julián Plazaola, que vivió una infancia ejemplar.
Tras su Primera Comunión aumentó y profundizó en su amor a Jesús-Eucaristía, mediante la Congregación de Tarsicios que se reunía una vez al mes en una entrañable ceremonia litúrgica. El turno de Tarsicios o grupo de niños y jóvenes de la Adoración Nocturna, fue fundado en San Sebastián el año 1920, así que Julián, formó parte de una de los primeros grupos de tarsicios del turno donostiarra.
Como se hace hoy en día en el mismo turno de Tarsicios de San Sebastián, los niños tenían la celebración de la Santa Misa, adoraban al Santísimo y rezaban el Santo Rosario en un horario más vespertino que nocturno. Cuenta su madre que Julián comulgaba casi todos los días.
Después de los tarsicios, Julián formó parte de la Congregación de San Estanislao y de San Luis Gonzaga (fundada en San Sebastián por San Antonio María Claret el año 1866 que fue a dar una misión en la parroquia de San Vicente), donde avanzó en su vida de fe.
Julián fue cantor en la Schola Cantorum del Colegio fundada por Juan Muñoa. Comenzó a aprender solfeo en las clases de Don Vicente Garmendia, sacerdote coadjutor de la parroquia de San Vicente quien enseñaba el método “El Solfeo de los Solfeos” que los niños aprendían de memoria. Dirigía el coro el sacerdote Don Celedonio Mújica.

Trabajo y vocación
A los 15 años, en el verano de 1930, Julián deja el colegio y comienza a trabajar. Uno de los Hermanos escribió en el registro del Colegio estas palabras referidas a Julián: “Buen chico. Aplicado.”
Julián ingresa como dependiente en la tienda de tejidos de la firma “Pedro Roberto Álvarez” en la calle Isabel la Católica (hoy de los Reyes Católicos). Es una tienda que comercia al por mayor. Julián despacha los pedidos que los dos “viajantes” del establecimiento contratan cada semana. Julián empaqueta y despacha los encargos a través de los recadistas. Tiene, además, la responsabilidad de ingresar en el banco los pagos realizados a la empresa.
Comprometido como congregante mariano, Julián alimenta una intensa vida de piedad: Además de comulgar casi todos los días, asistía a la Santa Misa mensual de la congregación en San Vicente (se llenaba la Iglesia de jóvenes). Junto a la vida de piedad, Julián tenía un tiempo de ocio sano. Precisamente su confesor, D. Rafael Ugalde, coadjutor de la parroquia de S. Vicente y director espiritual de las Congregaciones Marianas, había comprado unos locales en la calle Guetaria destinado a actividades recreativas. Julián frecuentaba el “Centro católico”, como era conocido el local, con sus amigos.
Julián era un gran amante de la creación, de la naturaleza, son conocidas sus escapadas a los montes guipuzcoanos con los amigos de la cuadrilla. Junto con José Ramón Urquía, Luis Pastor, Santiago Ocáriz, Eugenio Ibarburu... sube los montes Hernio, Adarra, Jaizkibel, Peñas de Haya... Precisamente en una excursión al monte, a Guadalupe, les comunicó a sus amigos su decisión de ingresar en la Orden Hospitalaria. Cuentan sus amigos que Julián no solía ir al cine.
Pensamos que, como buen donostiarra, disfrutaría de la belleza del mar. Hay una escena simpática en el libro “Julián, mártir” en la que Julián está leyendo un libro en la playa, mientras su hermano Juan juega al fútbol en la arena con otros chicos de su edad. En una de estas, siguiendo un balón desviado, Juan llega a la altura de Julián y le pregunta a ver qué hace leyendo. Levanta su mirada hacia la portada del libro que absorbía la atención de Julián y lee: “Id y encended el mundo”. No olvidaría nunca esa escena.
El carácter de Julián, según los testimonios de quienes le conocieron (religiosos, familiares, amigos...), era más bien tímido, pacífico, aplicado, callado, como tantos euskaldunes, hombre de silencio y ocultamiento pero al mismo tiempo de una gran profundidad espiritual, nada superficial. Dicen de él que era la bondad personificada, reservado, pero con buen sentido del humor y generoso. Servicial, humilde, trabajador, solícito, paciente, abnegado, sencillo, puro de corazón... son las notas que le caracterizaron según aquellos que le trataron.
Julián amaba a su tierra, su lengua, su cultura y sus costumbres. Así, aunque el trabajo no le dejaba mucho tiempo libre, Julián estudia el euskera que aprendió en su casa. En bandas de papel transcribía con tenacidad las formas verbales del Nor-Nori-Nork que tomaba de la Gramática de la Lengua Vasca de Arturo Campión.
Mientras su hermano mayor, Andrés, estaba comprometido en política, su hermana mayor, María Jesús, había ingresado en la Congregación de Mercedarias de la Caridad. Por su parte, Pedro, su hermano menor, estudiaba en el Seminario de Vitoria y Juan, el siguiente, estudiaba en la Escuela Apostólica de Javier (Navarra) de la Compañía de Jesús.
A escasos cien metros de la casa natal de Julián, un 17 de agosto de 1930, se acordaba el que se conoce por el “Pacto de San Sebastián”, una reunión de líderes de diferentes formaciones políticas y personalidades en la cual, de alguna manera, se gestaba el advenimiento de la segunda república, que tendría lugar pocos meses más tarde, el 14 de abril de 1931.
En su vida ordinaria, Julián se destacaba por su extraordinario amor. Escribe su madre: “Julián era muy trabajador y dócil, pues hubo días que le mandé fregar el suelo por no poder yo hacerlo, y jamás contestó ni media palabra. Los Domingos por la tarde iba al monte siempre que lo permitía el tiempo; de lo contrario permanecía en casa leyendo la Vida de Nuestro Señor Jesucristo, hasta las siete; luego se iba al Centro Católico hasta las nueve.” En otra ocasión recuerda el siguiente suceso: “Poco antes de abrazar la vida religiosa, por un descuido se abrasó los pies con aceite hirviendo; y sufrió los terribles dolores de la quemadura sin proferir una queja.”
Hacia los 16 años comenzó su vocación religiosa. Comunicó sus propósitos a su hermana Sor María Teresa, religiosa Mercedaria de la Caridad y esta, quizá por probar su vocación o tal vez un poco asustada por las difíciles circunstancias del momento, le contestó con una carta narrándole los apuros que pasaron cuando la quema de los conventos, el 11 de mayo de 1931. El – dice Sor María Teresa- me escribió una carta fervorosísima en la que me decía; que a la vista de las persecuciones de que éramos objeto los religiosos, aumentaban en él los deseos de serlo, que pidiese mucho para que pudiese realizarlo, y él en cambio pediría por mí para que me trasladasen a otro sitio donde tuviera todavía más persecución y la gracia necesaria para sufrirla con alegría.

Julián, no precipitó su proceso de discernimiento vocacional. Lo rezó mucho, poniéndolo en manos de la intercesión de la Virgen del Carmen, en los numerosos ratos de oración que tenía en la Iglesia de los Pp. Carmelitas (Calle Easo, esquina con Pedro Egaña) en el barrio de Amara. Pidió oraciones a su hermana religiosa, que entonces residía en Granada. Ella fue su asesora y confidente en la correspondencia que mantuvieron.
Julián hizo una visita al Sanatorio Psiquiátrico de Santa Águeda (Mondragón) para conocer el carisma de la vocación a la que le llamaba el Señor. Precisamente era superior de la comunidad de hermanos hospitalarios de Santa Águeda y Director del Sanatorio el P. Bonifacio Murillo. Huérfano de padre y madre, este religioso ingresó en edad temprana en la Orden Hospitalaria, donde fue acogido en febrero de 1891 por el P. Menni, restaurador de la orden. De 1931 a 1934 fue Prior del Sanatorio de Mondragón. Más tarde el P. Murillo escribiría a Doña Juana, la Madre de Julián: “Yo le recibí por primera vez en Santa Águeda cuando planeaba su entrada en nuestra orden, y le escribí, pero enviando la carta no a él directamente, sino a su confesor, pues así me lo tenía recomendado.”
Julián era muy sensible, en alguna ocasión se había desmayado ante una herida sangrante. El mismo expuso esta dificultad al P. Provincial, consultándole si podría ser él un buen religioso hospitalario dada su impresionabilidad ante las heridas y la sangre. Recibiendo por respuesta que esa dificultad desaparecería por la costumbre, no dudó ni por un instante en abrazar la vida hospitalaria.
En 1934, cuando revela en su familia cuál es su vocación, resulta incomprendido. Su madre le dijo que entrara jesuita como su hermano Juan, a lo que Julián respondió que no era esa su vocación. Su madre le dijo: “Pues, entonces, preferiría verte Cartujo que encerrado en un manicomio.” Ciertamente, es exigente para una madre ver a un hijo religioso dedicado de por vida a la atención de los enfermos mentales. Eso sí, con el tiempo lo aceptó. Prueba de ello es la asistencia a la profesión de los votos temporales de Julián.
Julián llevó a cabo otro acto de desprendimiento digno de mención. Eligió la Provincia de Andalucía para su admisión en la orden. Así, ingresó en el postulantado de Ciempozuelos el 30 de mayo de 1934. De esta manera, se alejaba físicamente de su pueblo y de la casa de sus padres. “Hoy sabemos que, si hubiera ingresado en Castilla, casi seguramente no hubiera conseguido su corona martirial. Planes de Dios, sin duda.”
Su tía Lorentxa cuestionó a Julián su decisión de ir a la Provincia de Andalucía. “¿Y no sabe Ud., tía, lo que Jesús dice en el Evangelio: Que no caerá un cabello de nuestra cabeza sin que lo permita nuestro Padre que está en los Cielos?” Una respuesta que pone en evidencia la profunda y rica vida espiritual de Julián, así como su abandono filial y confiado en la Divina Providencia.

San Juan de Dios, nacido en Portugal, tuvo una juventud disoluta, muy diferente a la de Julián. Sin embargo, se convirtió en el tiempo de la misericordia que el Señor a todos nos concede, es decir, cambió de vida radicalmente antes de que le viniera la muerte. Y su conversión fue tan profunda que su vida es un modelo para todos.
En la hagiografía escrita por el Maestro Francisco de Castro en 1584 cuenta lo siguiente: “Siendo mancebo de 22 años le dio voluntad de irse a la guerra, y asentó en una compañía de infantería de un capitán llamado Juan Ferruz, que a la sazón enviaba el Conde de Oropesa en servicio del Emperador, para el socorro de Fonte Rabia (Fuenterrabía), cuando el Rey de Francia vino sobre ella: movido Juan con deseo de ver el mundo, y gozar de libertades que comúnmente suelen tener los que siguen la guerra, corriendo a rienda suelta por el camino ancho (aunque trabajoso) de los vicios, donde pasó muchos trabajos, y se vio en muchos peligros. Estando pues en esta frontera un día faltoles a él y a sus compañeros la provisión, y como hombre mancebo y más diligente, ofreciose a ir a buscar de comer unas caserías o cortijos, que estaban de allí algo apartados: y para ir y volver con más brevedad subió en una yegua francesa, que de los contrarios habían tomado, y siendo como dos leguas apartado de la estancia de donde había salido, la yegua reconociendo la tierra donde solía andar, arremetió furiosamente para entrarse en su natural, y como no llevaba freno más que un cabestro con que la guiaba, no pudo ser parte para detenerla, y tanto corrió por el halda de una sierra, que dio con él un gran golpe entre unas peñas, donde estuvo sin habla más de dos horas echando sangre por la boca, y por las narices, y fuera de todo su sentido, como muerto, sin haber por allí quien le viese y socorriese en tanto peligro. Vuelto en sí, atormentado de la caída, que había dado, y visto que corría otro peligro no menor, de ser preso de los contrarios, se levantó lo mejor que pudo de tierra, no pudiendo a penas hablar, se hincó de rodillas, los ojos puestos en el cielo, invocando el nombre de nuestra Señora la Virgen María, de quien siempre fue devoto, comenzó a decir: “Madre de Dios, sed en mi ayuda, y favor, y rogad a vuestro santo hijo me libre de este peligro en que estoy, y no permita que sea preso de mis enemigos.”
La Santísima Virgen María libró a San Juan de Dios de ese peligro en Fuenterrabía, a escasos 18 kilómetros de la San Sebastián natal de Julián. En recuerdo de este acontecimiento se erigió una estatua que se ve a la entrada de Fuenterrabía. Eso sí, todavía pasaría por muchas vicisitudes San Juan de Dios hasta su conversión un día de San Sebastián, en la ciudad de Granada, a raíz de la predicación de San Juan de Ávila. Se confesó y siguió los consejos espirituales del santo. Desde ese momento, San Juan de Dios sobresalió por su amor a Dios y a los hermanos, especialmente a los más necesitados. “Jesucristo lo prevé todo” o “estoy empeñado y preocupado, por solo Jesucristo” “siempre muriendo, pero callando y en Dios esperando” son frases de San Juan de Dios. Su vida impactó al joven Julián.

Vida religiosa

“Por los cuerpos, a las almas” es el lema de la Orden Hospitalaria fundada por San Juan de Dios. Ciertamente, las palabras evangélicas: “cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40) tienen su eco y cumplimiento en el lema “por los cuerpos, a las almas” vivido según el ejemplo de San Juan de Dios, San Benito Menni, Julián Plazaola y un largo etcétera, particularmente en la atención a los enfermos mentales.
La enseñanza de Jesús: “tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme" tiene un reflejo y un brillo particular en la atención caritativa a las personas desprovistas total o parcialmente del uso de razón, ya sean niños o enfermos mentales, porque ellos son los más pequeños a los ojos de este mundo. La opción preferencial por los pobres, enfermos y marginados no es sino la puesta en práctica de esta predilección evangélica. En una sociedad como la nuestra donde prima la apariencia, la salud física... en una frase: “el tener sobre el ser”, conviene recordar lo que vivieron estos santos al enseñar con su vida que todos somos hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza, y, en consecuencia, a todas las personas se debe el máximo respeto y estima. Esto es, lo que vale es “el ser, no el tener”.

No era mera filantropía ni un altruismo horizontal el que animaba a los hermanos a la atención caritativa de los enfermos mentales. Era el ver a Cristo en el rostro del necesitado y del enfermo, lo que les llevaba a ese amor sobrenatural. ¿Dónde se alimentaba esa caridad? La Eucaristía y la oración diarias eran el alimento y la fuerza para hacer frente a las exigencias y pruebas de la atención a los enfermos mentales, de la vida religiosa y hospitalaria. Otros ejercicios piadosos contribuían a cumplir la vocación a la que estaban llamados los religiosos de la orden hospitalaria.

El sanatorio Psiquiátrico San José en Ciempozuelos, al igual que el de Santa Águeda en Mondragón, fue una fundación de S. Benito Menni (1841-1914), presbítero, restaurador de la Orden Hospitalaria, el 31 de diciembre de 1876, bajo la advocación de San José. Allí también fundaría la "Congregación de las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús". Sus restos hoy son venerados bajo el altar central de la "Capilla de los Fundadores" en la Casa Madre de sus Hijas Hospitalarias de Ciempozuelos.
En 1934 la Comunidad del sanatorio psiquiátrico San José de Ciempozuelos contaba con unos noventa religiosos entre postulantes, novicios y profesos. Precisamente el P. Bonifacio Murillo que conociera a Julián en Santa Águeda era el Superior provincial de la nueva provincia de Andalucía y residía habitualmente en Ciempozuelos.

Al llegar a Ciempozuelos Julián el complejo contaba con 16 edificaciones, sin contar las secciones de talleres, establos, granja avícola..., donde se atendía a más de 1100 enfermos.

Julián tomó el hábito de Hermano de San Juan de Dios el 7 de septiembre de 1934, cinco días antes de cumplir 19 años. Participaba así de una manera más plena en la Vida de Cristo, imitándole, con los votos de pobreza, castidad y obediencia. El P. Maestro exhortó a los tres nuevos novicios para que fueran buenos y les animó con el dicho castellano de “más vale pocos y buenos que muchos y medianos”. Iniciaba de este modo su noviciado como Fray Julián.
Al día siguiente uno de los 7 novicios hizo su profesión de votos temporales. Predicó el P. Juan Jesús Adradas quien anunció que el noviciado de la provincia de Andalucía quedaba consagrado a Nuestra Señora de los Dolores, para que contemplándola “los novicios aprendan a compadecerse de las aflicciones y miserias de los pobres enfermos”. El P. Maestro inculcó en el corazón de los novicios la devoción a los misterios dolorosos, la Pasión de Cristo y la Virgen de los Dolores, a quien denominó “Maestra del Noviciado”.
Así, el Padre Maestro encargó a los talleres de Granda (Madrid) una imagen grande de Cristo Crucificado para que los novicios la tuvieran delante en el momento de acercarse al Sacramento de la Penitencia y una escultura de la Virgen de los Dolores con el corazón traspasado por siete espadas. Julián sería un gran devoto del misterio de la Virgen de los Dolores, hasta el punto que envió una foto de la imagen de la Virgen a su familia, sin enviar una foto de sí mismo.
El P. Maestro escribe poco después de la inauguración del noviciado: “Estoy contento porque los novicios son buenos y se muestran dispuestos a santificarse. ¡Sea Dios bendito! La Maestra no puede ser ni más buena ni más complaciente, y creo que nos ayudará para seguir adelante...” La Virgen atendió este deseo del P. Maestro, el 7 de diciembre eran ya 25 novicios y 12 postulantes.
El 8 de septiembre de 1935 Julián emitió la profesión de votos temporales. Había comunicado ese evento con alegría a sus padres que acudieron para estar junto a Julián en el día “más feliz de su vida”. Fue impactante para los padres de Julián la celebración en la cual Julián se postraba totalmente en el suelo, ante el presbiterio de la Iglesia, cubierto el cuerpo con un amplio paño negro y encima una mortuoria corona de flores. Este rito, hoy suprimido, evocaba el texto paulino: “Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”.
Julián desempeñó los oficios más trabajosos, difíciles y repugnantes a la naturaleza. Primeramente, Julián empezó su labor en el pabellón del Niño Jesús que aún se levanta en el mismo emplazamiento y dónde en la época se atendía a 450 adolescentes con enfermedades mentales. Al poco tiempo destinaron a Julián al pabellón de San Juan de Dios, donde se atendía a dementes finales. Fray Honorato Alonso fue testigo de la caridad de Julián, él mismo nos lo cuenta:
“Recuerdo perfectamente un hecho que sólo los santos pueden hacerlo. Era aquel entonces el pabellón de San Juan de Dios el más difícil de llevar; había enfermos muy agitados y, sobre todo una sala de finales que sus mismas necesidades fisiológicas hacían encima. Esta sala de sucios estaba un poco descuidada y, lo recuerdo perfectamente, el superior acordó poner allí al Hermano Julián convencido de que daría buen resultado, pues era tenido por uno de los mejores religiosos.
Llegó al pabellón Fr. Julián y se le puso al principio en el despacho de los médicos y botiquín, porque tenía el siervo de Dios una educación finísima y muy a propósito para tratar con los médicos, pero él se fue dando cuenta que la sala de sucios, por falta de personal, se encontraba deficientemente atendida. De acuerdo con el Hermano Jefe de aquella sala, comenzó el Siervo de Dios a hacerse cargo de ella en los ratos libres, y aquí fue donde acrecentó la fama de santidad que tenía en Ciempozuelos. Limpiaba a los enfermos con una caridad difícil de explicar con palabras; unía a esto tal delicadeza y modestia propias de un alma entregada totalmente a Dios, que hasta los mismos enfermos, privados completamente de sus facultades mentales, pedían que los atendiese el Hermano Julián.
Terminada la limpieza de los enfermos, recogía en un fardo toda la ropa sucia, la cargaba sobre sus hombros y la llevaba al lavadero.”

Otro hermano, Fr. Antonio Gonzales, también da testimonio del amor de Julián por los enfermos: “La caridad de Fr. Julián era benigna, solícita, paciente, dulce, y abnegada; acudía a todas las necesidades de los enfermos con ternura de madre. No había obstáculo y dificultad para él, cuando se trataba de hacer el bien a los enfermos; y lo hacía con la mayor dulzura y amabilidad.”
Está claro que Julián veía en los enfermos el rostro de Cristo doliente y crucificado. Bien podríamos calificarle como Simón el Cireneo de Ciempozuelos, al ayudar a llevar la Cruz a los marginados de este mundo.
Era la luz de la fe la que iluminaba y daba fuerzas a Julián para llevar a cabo esos actos cotidianos de amor.
La piedad de Fr. Julián y su fervor religioso eran manifiestos y notorios a toda la comunidad de Ciempozuelos. Su compostura en el templo, su devoción en los actos de culto, su recogimiento habitual y aquel su andar constante en la presencia de Dios, lo testimonian unánimes cuantos hermanos le conocieron.
En las recreaciones comunitarias Julián hablaba de la bondad de Dios, de las prerrogativas de la Santísima Virgen, de la necesidad de abrazarse a la cruz de Cristo. “Hablaba con tal convencimiento y fuerza persuasiva que causaba placer el oírle”, dice uno de sus compañeros. Uno de sus temas favoritos, base de su conducta y principio fundamental de su vida espiritual, era el de la conformidad con la voluntad de Dios; todo lo recibía como venido de sus manos.
En la mentalidad materialista y consumista de nuestra sociedad actual no se comprende el deseo de mortificación que tenía Julián. Por ejemplo: en la comida se servía de santas industrias para desvirtuar los manjares y mortificar el gusto. No es que Julián no apreciara las cosas buenas, materiales o espirituales, que el Señor pone a nuestra disposición. Julián disfrutaba con los paseos y excursiones por los montes, con la música, con la alegría sana de las fiestas... Simplemente, sacrificaba alguno de esos gozos pasajeros como instrumento para participar de los sufrimientos de Cristo, adecuar su voluntad a la voluntad divina y poner el corazón en aquello que no pasa, en la Palabra de Dios, en los bienes eternos. Ponía en práctica aquel adagio de que “quien se permite todo lo lícito, no está lejos de lo ilícito”. Ciertamente, esas pequeñas renuncias, algunas imitables y otras no, le prepararon a ese no al pecado, a Satanás, a la carne y al mundo que pasa y, en definitiva, a ese sí definitivo a la voluntad de Dios que tuvo ese broche de oro con la entrega de su vida, con su martirio.
Cuentan de Julián que era prudente, reflexivo, concentrado; no emprendía nada de importancia sin consultar con los superiores o con su director espiritual.
En su misma comunidad, otro religioso beatificado junto a Julián, el hermano Jesús Gesta, gozaba también de fama de santidad en vida. El P. Bonifacio Murillo, superviviente de la vida carcelaria en la que acompañó a ambos, nos dice de Julián: “Muy fervoroso, sencillo y modesto, siempre dispuesto al sacrificio sin quejarse y dando siempre los mejores ejemplos...” “se unió al hermano Jesús Gesta”. Se unió, sin duda, en el testimonio heroico del amor a Dios y a los hermanos. El hermano Gesta Piquer era un joven madrileño que ingresó dos meses antes que Julián en el noviciado a la misma edad. El P. Maestro, Juan José Adradas, había dicho confidencial y proféticamente: “Llegará un día en que el hermano Julián y el hermano Jesús serán una gloria de la Orden”. El mismo Juan José Adradas obtendría también la palma del martirio.
En Ciempozuelos coincidió Julián con otro Gipuzkoano que le acompañó en el martirio, ahora también en los altares, Juan María Múgica, de Idiazabal. De niño se dedicó a cuidar las vacas del caserío y a cultivar la tierra. De joven, trabajó un tiempo como cantero (argina) e hizo algún dinero; pero le robaron. Ese desengaño fue el instrumento a través del cual el Señor le condujo a pensamientos más profundos sobre su futuro. Ingresó en la orden con el nombre de Fray Lázaro. En Ciempozuelos se dedicaba a la granja y a la cocina.
Llegaron tiempos revueltos de odio, egoísmo y violencia en la sociedad. Sin embargo, Julián no se dejó contagiar de estos sentimientos negativos. Prueba de ello es la última carta de Julián a sus padres de que tenemos noticia. Fechada el 23 de junio de 1936, pone de relieve su amor a Jesús realmente presente en la Eucaristía al hacer hasta siete menciones eucarísticas. Dice que el día de San Juan encomendará a sus padres y hermanos de un modo muy particular, ofreciendo por ellos la Sda. Comunión y Santa Misa.
Escribe sobre la fiesta del Corpus Cristi, la Misa mayor, muy solemne, y la Procesión con el Santísimo por los jardines, con un tiempo formidable. Habla de la novena del Sdo. Corazón de Jesús en la que también hubo procesión. A su hermano Josetxo le escribe: “todos los días que comulgues acuérdate de pedir (...) por mí, pues me hace mucha falta.”. Habla de los 15 minutos y finaliza con la frase: “no os olvida ante Jesús Sacramentado”.

Nada hace presagiar su heroico martirio, así les dice a sus padres y hermanos: “Aquí estamos todos muy bien y muy contentos”. Tres semanas y medio después estallaría la horrible guerra civil, la más incivil de las guerras, porque enfrentó a hermanos contra hermanos. En la carta tiene un recuerdo para todos sus hermanos que residen con sus padres. A su hermano Josetxo le pide que distribuya la propaganda vocacional que le había enviado. Se interesa por los estudios de Pedro, su hermano seminarista. Da ánimos en euskera a Andrés, su hermano mayor.
Julián tenía una confianza total en Dios. Así escribe a su hermano Josetxo en su última carta: “Pero sobre todo, sobre todo, pide mucho, no dejes de pedir al Sagrado Corazón, “Él es el dueño de los corazones y dulcemente los lleva sin perjuicio de su libertad a donde le place” como dicen los 15 minutos.” De estas líneas también se deduce un amor filial al Sagrado Corazón de Jesús.
No conoció Julián el hermoso monumento al Sagrado Corazón de Jesús que preside hoy en día la ciudad de San Sebastián desde el monte Urgull, ya que fue erigido en 1950. Sin embargo, la devoción al Sagrado Corazón, enraizada en el Evangelio (“uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua.” Jn. 19, 34) estaba universalmente difundida entre los fieles. Julián sí pudo contemplar el Sagrado Corazón de Jesús Niño que se encuentra en uno de los altares laterales de su parroquia, en la Basílica de Santa María. Precisamente un jesuita de Hernani (Agustín de Cardaveraz) que vivió en la parte vieja de San Sebastián fue el primero en introducir la devoción al Sagrado Corazón en nuestra tierra en un sermón en Bilbao en la primera mitad del siglo XVIII. Agustín de Cardaveraz (1703-1770) pbtro. sería amigo y confidente espiritual  del beato P. Bernardo Francisco de Hoyos (1711-1735) S.I. a quien le fuera revelado el 14 de mayo de 1733 el reinado efectivo por llegar del Corazón de Jesús.
Para Julián, la gloria de Dios y el reinado de Cristo en el mundo fueron el ideal y la suprema aspiración de toda su vida. Cuenta su hermana sor Mª Teresa de Jesús: “en la última carta que me escribió me mandaba la vida de los mártires de la Orden de San Juan de Dios (en América y Filipinas) y me decía que su mayor felicidad y dicha sería imitarles, derramando hasta la última gota de su sangre para acelerar el reinado del Corazón de Jesús.”
Los 15 minutos de que habla Julián son los 15 minutos en compañía de Jesús sacramentado. Esta frase se recoge tal cual actualmente en el manual del adorador nocturno, así como en el manual de tarsicios y jóvenes de la adoración nocturna.
De esta carta de Julián con tantas menciones eucarísticas deducimos que participaría diariamente de una manera mística y profunda en la celebración de la Santa Misa y en la adoración eucarística. Sin duda alguna, Jesús-Eucaristía, fuente y cima de toda la vida cristiana, era el centro de la vida de Julián.

Persecución

El analfabetismo y las desigualdades sociales, fueron el caldo de cultivo de un odio que algunos líderes inculcaron a los ciudadanos de a pie. Ciempozuelos, como otros lugares, pasó a ser gobernado por los extremistas más radicales, con las ideas revolucionarias más exacerbadas. Así, las asociaciones de piedad desaparecieron. Una mañana corre la noticia de que el cementerio ha sido profanado. Otro día se arrancan las placas del Sagrado Corazón de las puertas de algunos hogares con toda impunidad. La Casa del Pueblo, activa y organizada, impide toda manifestación cristiana. Se impide la enseñanza de la catequesis a los niños de la parroquia. Menudean los matrimonios civiles, y se expulsa a los maestros de la escuela cristiana.
El 18 de julio de 1936, apenas recibida la noticia de la insurrección del ejército de África, se empezó a organizar la defensa del pueblo. La Guardia Civil fue reclamada a sus cuarteles de Madrid, y el pueblo de Ciempozuelos quedó a merced de revolucionarios extremistas. La Casa del Pueblo eligió un Comité revolucionario compuesto por 36 individuos, que asumió el poder y la responsabilidad pública. Se ordenó la detención y la prisión de toda la gente sospechosa. El mismo día comenzaron los registros de las casas y el teatro del pueblo se convirtió en prisión provincial.
Algunas personas que pretendieron huir fueron alcanzadas y asesinadas. Otros fueron ejecutados simplemente porque constaba o se sospechaba de su adhesión a los rebeldes. Así murieron tres sacerdotes y un seminarista. Estos crímenes fueron seguidos de profanaciones y actos de vandalismo.
Viendo el cariz que iba tomando la situación en Madrid y en el mismo Ciempozuelos, en aquellos primeros días de la insurrección, y aterrorizadas por la ola de secuestros y asesinatos, algunas familias de empleados del Sanatorio, y también quienes no lo eran, se refugiaron en el establecimiento. Este fue entonces cercado por milicianos armados, a los que se unió la sección de soldados que prestaban servicio de vigilancia dentro de él. Esta vigilancia afectó ahora también a los religiosos, pues se lanzó el rumor de que los frailes iban a abandonar le Santuario.
Los refugiados fueron obligados a salir, siendo desde entonces controlados por el Comité. Algunos enfermeros del Sanatorio, de ideas derechistas, fueron detenidos. Otros, los izquierdistas resentidos, empezaron a moverse dentro de la Obra como si fueran dueños del establecimiento.
En los primeros días, los Hermanos seguían vestidos con su hábito religioso y practicando sus habituales ejercicios de piedad y caridad. El 25 de julio llegó una expedición de enfermos, conducidos por enfermeros que entraron violentamente en el Sanatorio profiriendo amenazas. El P. Provincial, Bonifacio Murillo, ordenó esa noche que los hermanos vistieran de paisano mientras durara aquella situación, y pidió a todos que insistieran en la oración.
Por su parte, el P. Llop, Prior de la Comunidad, llamó a todos los religiosos, uno a uno, a su celda, y les fue dando libertad para irse a donde juzgasen que estarían más seguros entregándoles una cantidad de dinero para ese fin. La respuesta fue unánime. Nadie quiso separarse de la Comunidad y dejar el Sanatorio.
El P. Juan Jesús Adradas, escribió a las familias de los novicios y neoprofesos, que eran menores de edad, para que se personaran en el Sanatorio y se hicieran cargo de sus respectivos familiares pensando en su seguridad. Julián era también menor de edad según el derecho de la época (la mayoría de edad se alcanzaba a los 21 años que Julián cumpliría el mes de septiembre en la prisión). Salieron para sus casas un neoprofeso, dos novicios y dos aspirantes. También abandonaron Ciempozuelos otros dos por razón del servicio militar.
Los superiores recibieron la noticia de que los cuatro hermanos de la residencia de Talavera habían sido asesinados el 25 de julio. El 31 de julio el P. Prior recibió un oficio del gobernador de Madrid mandándole hacer entrega del Sanatorio, e informándole del nombramiento de un nuevo administrador de los dos departamentos de hombres y de mujeres, y de un nuevo director facultativo. Mientras se hacían efectivos estos nombramientos, el Ayuntamiento de Ciempozuelos se haría cargo del Sanatorio.
Un delegado del Ayuntamiento se presentó, requirió los libros de cuentas, y empezó a dictar órdenes. Desde entonces, quedó interceptada toda la correspondencia de los religiosos. Se retiraron todos los objetos religiosos, se cerró la Iglesia, y se suprimieron todos los actos de culto. A pesar de ello, durante algunos días todavía, la Comunidad pudo reunirse en la clandestinidad y celebrar la Eucaristía privadamente en el oratorio de la enfermería.
Llegados los nuevos directores del Sanatorio, se nombraron los componentes del nuevo cuerpo facultativo; y, poco después, dando por supuesto que los religiosos no tenían nada que hacer allí, se abrieron listas de reclutamiento para puestos de enfermero.
Los hermanos seguían fieles en sus puestos; pero se veían asediados, vigilados y vejados continuamente. Los milicianos entraban y salían como les daba la gana. Se mostraban insolentes exigiendo el servicio de comidas y requisaban cuanto les convenía.
El paso de una columna de milicianos hacia el frente de Toledo fue terrible: irrumpieron en el Sanatorio, atronaron las salas con sus blasfemias, insultaron y amenazaron a los religiosos, y escarnecieron los signos y objetos religiosos.
El 1 de agosto, el Prior, P. Llop, ordenó al hermano Gaudencio, encargado de hacer suministros, que fuera a Madrid a pagar unas facturas. El hermano fue detenido de camino y asesinado con otros en Valdemoro. Fue el primer mártir de la comunidad de Ciempozuelos.
La acusación de que los hermanos escondían armas hizo que sufrieran vejatorios y molestos registros. Los Superiores eran acosados con el ultimátum de fusilarlos si no confesaban la verdad. Y los registros se convertían en verdaderos saqueos, pues los milicianos se apoderaban de prendas de vestir y de todos los objetos de valor que encontraban.
El 7 de agosto de 1936, primer viernes de mes, es la jornada del prendimiento. El Provincial celebró clandestinamente la Santa Misa en la capilla de la enfermería, en medio del silencio y la oscuridad de la madrugada. Cristo, realmente presente en la Eucaristía, Pan de Vida, venía a alimentar y fortalecer las almas de los hermanos.
Luego, reunidos en el refectorio, el Prior les habló: “Hermanos: ha llegado la hora de sufrir persecución. El Señor sin duda quiere hacernos la merced de seguirle más de cerca. Procuremos corresponder con generosidad.
De un momento a otro, nos separarán a los Superiores definitivamente, quizá hasta la eternidad. En el Cielo nos veremos. Démonos el último abrazo y oremos unos por otros.
Que el Señor nos dé a todos la gracia de perseverar en su amor y en su servicio”.
Y después de abrazarse todos se dispersaron, cada uno a su puesto de trabajo.
Había en la comunidad 7 hermanos colombianos (la provincia hospitalaria de Andalucía de la que Ciempozuelos era el noviciado abarcaba Colombia donde la orden tenía 5 casas). Los superiores habían invocado su condición de extranjeros por su seguridad y tramitaron con el Ministro de Colombia en Madrid su repatriación.
A primera hora de la tarde del viernes, después de cachearles, les trasladaron a Madrid. Allí el Ministro de Colombia arregló los trámites legales para que pudieran viajar a Barcelona donde el cónsul de su país, convenientemente advertido, se encargaría de proporcionarles el pasaje y embarcarlos.
Llegados a Barcelona fueron inmediatamente encarcelados por miembros de la F.A.I. y asesinados, en la madrugada del 9 de agosto.

En Ciempozuelos, hacia las 7 de la tarde de ese primer viernes de agosto, grupos de milicianos, ayudados por personas del sanatorio, se distribuyeron por todo el establecimiento, y mientras unos vigilaban, otros procedían a la detención de los religiosos, ocupados hasta ese momento en la asistencia a los enfermos.
Según les iban llevando a la portería, quedaban allí bajo estrecha vigilancia. Uno a uno, se les hacía pasar por el despacho de los médicos donde un delegado del Comité popular identificaba a cada religioso: le obligaba a despojarse de la ropa exterior y del calzado, registrándole como a un ladrón minuciosamente; se le arrancaba los objetos de piedad, rosarios, crucifijos, libritos, medallas, etc., arrojando todo al suelo. Se les despojaba incluso del poco dinero que les había dado el Prior a cada uno.
Terminado el cacheo, se les devolvía la ropa y cada uno, acompañado de un miliciano, pasaba al salón de visitas donde quedaban todos concentrados y sometidos a la vigilancia de milicianos armados.
El P. Maestro Juan Jesús Adradas, que rezaba en su celda y no había sido llamado al registro, corrió espontáneamente a reunirse con sus hermanos en la portería.
Aquella detención del día 7 se prolongó durante 24 horas, de modo que tuvieron que permitirles se reunieran en el comedor para cenar algo esa noche y comer al mediodía siguiente. Fueron momentos en que pudieron explayarse entre sí charlando con cierta animación.
Algunos de los Hermanos que, fuera por la edad o por su especial oficio, no habían sido detenidos, se presentaron espontáneamente mostrando su decidida voluntad de no separarse de la comunidad. Esta conducta, observada incluso por los más jóvenes, novicios, neoprofesos y aun aspirantes, dejaba confundidos a los milicianos. Incluso, los “perseverantes”, jovencitos de 15 años, como Baltasar Vega y Antonio Funes, no hicieron caso ni de los halagos ni de las amenazas y decidieron unirse al destino de los demás hermanos.
La noche del 8 de agosto la pasaron dormitando, tumbados sobre el suelo de la portería; los más ancianos, sentados en las sillas; despojados de todo, hasta del más sencillo cobertor. Todos daban por supuesto que aquello eran los prolegómenos del martirio; y se animaban para llegar valerosamente hasta el final.
El P. Adradas consolaba y estimulaba a los novicios con estas palabras: “Yo pediré que me fusilen el primero...Quisiera daros ejemplo, con la gracia de Dios, que tampoco os faltará a vosotros...Os daremos la Profesión antes de morir”.
Los guardias milicianos les advertían claramente: “Os queda poco de vida. Vamos a acabar con vuestras beaterías.”
A las tres de la tarde del mismo 8 de agosto llegaron de Madrid varias camionetas con Guardias de Asalto para recoger a los Religiosos. Les permitieron coger sus maletas y un par de mudas. Pero antes les sometieron a un nuevo cacheo en la portería, quitándoles lo poco que habían podido salvar de los registros precedentes.
La presencia de las camionetas de los Guardias de Asalto congregó una multitud de personas. Se veían muchos puños en alto, se escuchaban insultos y gritos pidiendo la muerte. Otros miraban con recelo, o lloraban en silencio.
Se ordenó a los religiosos subir a las camionetas y, finalmente, partió la caravana. Al pasar por el Cerro de los Ángeles, pudieron observar que el monumento al Sagrado Corazón había sido dinamitado. Sería enormemente dolorosa esa estampa para los hermanos. Precisamente, San Benito Menni, OH, que fundara el sanatorio de Ciempozuelos, había fundado la congregación de Hermanas Hospitalarias bajo la advocación del Sagrado Corazón de Jesús.
Al entrar en Madrid, el populacho se agolpaba en las paradas gritando contra los prisioneros: “¡A la Casa de Campo!¡Acabad con ellos!” Llegados a la Dirección General de Seguridad, situada entonces en un caserón de la calle Víctor Hugo, cerca del Ministerio de la Guerra, los Hermanos tuvieron que sufrir la misma recepción hostil, dictada por el furor antirreligioso y expresado en insultos y amenazas.
Según les iban tomando la ficha de identidad, les iban pasando a uno de los sótanos, que se iba colmando de detenidos. Se les dio como cena un plato de lentejas. Descansaron aquella noche sobre el duro suelo.
Al día siguiente, el domingo 9 de agosto, se les trasladó a la cárcel de San Antón, sita en el Colegio de los Escolapios de la calle Hortaleza. Eran en total 54 los religiosos de la orden de San Juan de Dios encarcelados.
Varios miembros de la comunidad habían quedado en Ciempozuelos, ocupados en cargos y oficios para los que la nueva Dirección no había hallado aún sustitución. Tres de ellos serían muy pronto asesinados. A varios de los más jóvenes se les había permitido volver con sus familias.

Eran las 7 de la tarde del domingo 9 de agosto cuando los hermanos entraron en la cárcel de San Antón. En el vestíbulo fueron cacheados de nuevo.
Se les hizo la correspondiente ficha de identidad con las huellas digitales; y se les llevó a la sala segunda del piso segundo, que era un aula escolar. Ellos mismos fueron obligados a sacar los pupitres al pasillo.
A las 11 de la noche, sentados en el suelo, se les repartió unas latas de sardinas con un pedazo de pan. Los milicianos se burlaban de ellos. A un anciano le decían: “¿Qué habrá hecho de bueno ese viejo en su vida?”. A los Superiores: “Se acabaron vuestras malas artes.” A los jóvenes: “Dejad a esos carcamales, y salid a divertiros y hacer algo bueno en la vida”.
La noche transcurrió en una difícil somnolencia. A la mañana siguiente se hizo el recuento de los presos. Tomaron un café caliente con un mendrugo de pan, y se les dejó salir a los patios. Entonces se dieron cuenta de la magnitud de la persecución. Junto a militares, oficiales, literatos y profesionales de toda clase, había religiosos de varias Ordenes, entre ellos, la comunidad íntegra de Agustinos de El Escorial.
“Este es el pan que baja del cielo; quien come de él, no muere. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”. (Jn 6, 50-51) Estas palabras pronunciadas por Jesús en Cafarnaum 1900 años antes, debieron ser enormemente consoladoras para Julián y sus compañeros mártires en el largo y obligado ayuno eucarístico que sufrieron en la prisión hasta su martirio. Desde el primer viernes 7 de agosto hasta su martirio, tres meses y tres semanas más tarde, no tenemos noticia de que pudieran celebrar la Santa Misa o recibir a Jesús-Eucaristía.
Junto al personal oficial del Cuerpo de Prisiones, se encargaban de la custodia de la cárcel los milicianos, que ejercían la vigilancia armada. Estos últimos eran sumamente mortificantes para los presos, especialmente para los religiosos, a quienes provocaban frecuentemente con el ultraje, la amenaza y la blasfemia.
En la mañana del lunes 10 de agosto les hicieron formar en la sala para darles instrucciones. Se nombraron, entre los presos de la sala, dos personas, una con el título de “alcalde” y otra como “secretario” adjunto, confiándoles la responsabilidad de velar por el orden interno y la distribución de servicios: limpieza general, utensilios de comida, provisión de agua, reparto de comidas... Se debía pasar lista a los presos dos veces al día, para lo cual se les hacía formar, en presencia de un oficial y un miliciano de guardia.
Había un horario regular: levantarse a las 6:30 y aseo (en un piso inferior). Luego, recuento y desayuno. Después se les permitía salir a los patios y entretenerse con algún juego. A la una, comida, una hora de siesta, y de nuevo, a los patios hasta las 7 de la tarde. Finalmente, la cena a las 9 de la noche. La comida – un plato de sopa y otro de potaje con algo de carne, más una ración de 400 gramos de pan para todo el día – se fue acortando a medida que transcurría el tiempo y se hacía más angustiosa la situación de Madrid.
Cuando las noches empezaron a ser frescas, para conciliar el sueño, tuvieron que aprovechar los cortinajes de las ventanas como cobertores. Los primeros días algunos prefirieron utilizar los pupitres para dormir sentados. Luego fueron llegando algunos colchones que se reservaron para los más débiles y ancianos. Un colchón podía servir para tres personas de manera que colocándose en sentido transversal, al menos descansara medio cuerpo. A pesar de la fatiga y el agotamiento, muchos empleaban la noche para la oración, sintiendo la necesidad de la gracia para superar el sufrimiento y la angustia, al tiempo que acompañaban e imitaban a Jesús en los dolores de Getsemaní, de su encarcelamiento y de su Pasión.
Cuenta el P. Joaquín Villanueva que en la cárcel de S. Antón Julián cedía su colchoneta a otro y él dormía en el suelo.
A medida que las tropas sublevadas se acercaban a Madrid, empeoró el trato hacia los presos. El 4 de noviembre se constituyó en la cárcel de San Antón un tribunal o checa que funcionó durante un mes, por lo menos. Tras ser sometidos a un rápido interrogatorio, a muchos se les sacaba para ser fusilados.
En los momentos más difíciles aflora lo peor y lo mejor. “En la cárcel – afirman los religiosos supervivientes de Julián – era frecuente verle paseando por los patios, recogido en profunda meditación o rezando por la conversión de los enemigos de la religión, comenzando por sus propios perseguidores, según la consigna que les tenía dada el Padre Maestro”.

Martirio

Un superviviente de la matanza de religiosos, el hermano Esteban Toyos, cuenta como “muchas veces le decía yo: Hermano Julián, nos van a matar estos diablos rojos.” Él con su acostumbrada sonrisa y laconismo vasco, respondía impertubable: “Encantado.”
La noche del 6 al 7 de noviembre de 1936 el Gobierno de la República decidió trasladarse a Madrid, dejando la capital del Estado confiada a una Junta de Defensa compuesta por 8 consejerías, que asumía todos los poderes sobre la ciudad, delegados por el Gobierno. El presidente de la Junta era el General Miaja, y el Consejero de Orden Público, Santiago Carrillo, entonces joven de 21 años (coetáneo de Julián), comunista proveniente de las Juventudes Socialistas.
Entre las delegaciones de esta Consejería de Orden Público estaba la Dirección General de Seguridad, que quedó a cargo de Segundo Serrano Poncela, comunista. A partir del 7 de noviembre, las órdenes de sacas de presos de las cárceles aparecen firmadas primero por el Subdirector Vicente Girauta Linares, y luego, al irse éste también a Valencia, por Serrano Poncela.
Las primeras sacas masivas de presos empezaron el 5 de noviembre. Tras un interrogatorio hecho a jóvenes oficiales en el que se les proponía integrarse en las filas del ejército republicano, a lo que se negaron casi sin excepción, fueron sacados en la madrugada unos 40 de ellos y fusilados en la carretera de Arganda.
El 7 de noviembre, en Paracuellos del Jarama, fueron fusilados más de un millar de personas, procedentes de las 4 cárceles: la Modelo, la de San Antón, la de Porlier y la de Ventas. Muchos cuerpos insepultos, sólo fueron arrojados a la fosa al día siguiente, por personas de la población obligadas a ello.
El 8 de noviembre hubo nueva expedición a Paracuellos de varios cientos de presos. Al encontrarse con que los muertos del día anterior aún estaban insepultos, los milicianos hicieron virar en redondo a los autobuses, hacia Torrejón, y la ejecución tuvo lugar en Soto de Alcovea.
La saca de presos de la cárcel Modelo el día 8 de noviembre fue la última. Situada esta cárcel en el barrio de Argüelles, ante la proximidad del ejército sitiador se ordenó su evacuación. El 16 del mismo mes los presos de la Modelo fueron distribuidos por las otras cárceles; un buen grupo de ellos entraron en la de San Antón.
Esas matanzas colectivas de presos en el mes de noviembre no merecieron la atención de la Junta de Defensa en las sesiones que diariamente celebró durante ese mes. Por las Actas de dichas reuniones que se han conservado, ese crimen horrendo sólo se menciona una vez con un eufemístico “el problema de los presos”.
A partir del 4 de diciembre de 1936, un nuevo director de Prisiones, Melchor Rodríguez, devolvió a sus cargos efectivos a los Oficiales del Cuerpo de Prisiones, terminando así las sacas. Meses más tarde, Melchor Rodríguez fue destituido por su “debilidad con los presos” y sus “excesos humanistas”.
Entre las varias torturas inventadas por los milicianos para atormentar a los detenidos, una era verdaderamente satánica. Consistía en poner a un preso de espaldas al muro del patio, apuntándole las pistolas o fusiles al pecho e intimarle que pronunciase blasfemias infernales. Una de esas víctimas fue el hermano Julián, al que apresaron juntamente con los hermanos de San Juan de Dios Guillermo Llop y Jesús Gesta, pero quedaron tan avergonzados los verdugos de la entereza de los tres mártires que no volvieron a intentar con ellos esa tortura.
«Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando [los hombres] os injurien, y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5, 10-11). Dichosos, felices o bienaventurados fueron y son los mártires que, como Jesús, fueron perseguidos, injuriados y calumniados.
El 27 de noviembre el célebre comediógrafo Pedro Muñoz Seca que, detenido en Barcelona y trasladado a la cárcel de San Antón, recibía especiales atenciones de parte de los funcionarios de la prisión, se enteró que se tramaba una liquidación de presos para el día siguiente. Se mantuvo discreto para no suscitar el pánico en aquellos cuyos nombres había visto en la lista. Eso sí, escribió una carta de despedida a su mujer y a sus hijos y, llamando a su confesor, Don Tomás Ruiz del Rey, le dijo: “Padre, mañana nos matan; quiero reconciliarme con Dios”. Y, seguidamente, se confesó. Por la noche, mientras los reclusos intentaban conciliar el sueño, Julián oraba.
No había empezado a alborear cuando todos fueron sobresaltados por el alboroto de voces, chirridos de cerrojos y golpes de puertas en movimiento. Aparecen en las aulas numerosos milicianos armados de fusiles y pistolas. Se encienden las luces, se manda incorporarse a los presos en sus camastros, y una potente voz grita:
- “¡Atención! ¡Oído a la lista!”
- Una lista de nombres a los que van respondiendo “presente”.
- La misma voz añade:
- -“Los nombrados cojan sus cosas y bajen a la portería”.
Había nombrado cinco Hermanos hospitalarios. Julián abraza al hermano Pedro María Alcalde (58 años) y se le hace un nudo en la garganta al escucharle: “¡Dios sobre todo!¡Él sea bendito!”. Abraza también al hermano Oblato Eduardo Bautista, vocación tardía y a los otros tres novicios: Pedro Alcántara Bernalte, Juan Alcalde e Isidoro Martínez. Este último de 18 años. La voz animosa de estos jóvenes se alza por encima del confuso susurro de voces y sollozos:”¡Viva Cristo Rey!” Y el eco de aquel grito se prolonga en la galería.
A las siete de la mañana “mientras nos aseábamos, ya algo entrado el día, vimos por una ventana y a través del patio, que iban saliendo en dirección a la calle. A ellos no los veíamos, sino que sus sombras se reflejaban en unas ventanas de cristal; vimos que salían con la cabeza baja, las manos atrás, y ¡Dios santo!... sin equipaje” contará uno de los supervivientes.
En la prisión algunos hermanos asistían a oficiales funcionarios como ordenanzas. Uno de esos jefes estaba esos días enfermo, y los hermanos solían ir a visitarlo. Ese día, a las siete de la mañana, fueron también a preguntarle cómo había pasado la noche. Al dirigirse a su habitación, quedaron helados de espanto al advertir que allí, en un ángulo de la sala, estaba amontonado el equipaje de los expedicionarios. Fue inútil que el funcionario intentara tranquilizar sus ánimos. Ya no quedaba duda de que se les había conducido a la muerte.
A las ocho de la mañana se presentía inminente una nueva expedición. El pánico se apoderó de muchos presos en las galerías. Todos procuraban arreglar sus conciencias y confesarse con sacerdotes que estaban en las mismas condiciones.
Poco antes de las 9 se repitió la escena.
Aparecen en las aulas milicianos y se escucha la misma orden:
- ¡Atención! ¡Oído a la lista!
- Julián Plazaola
- ¡Presente!
- Fr. Joaquín Villanueva cuenta que cuando le nombraron a Julián “para fusilar, se despidió de los Hermanos que quedaban en la cárcel y salió con mucho ánimo y alegría para el martirio”. Otro superviviente, Fr. Esteban Toyos, nos dice que Julián “iba tranquilo, con su sonrisa habitual de ángel. Ni un momento perdió la paz”.
- Una lista de 113, de los que 11 son hermanos de San Juan de Dios. Hay también muchos de los Agustinos de El Escorial. Entre los hermanos de la comunidad de Ciempozuelos está el hermano Lázaro Múgica. A la edad de 69 años, y después de haber servido a los enfermos durante medio siglo, no puede reprimir el llanto en el momento de dar a sus hermanos el último abrazo.
- “Hasta el cielo” es el adiós que se repite más veces. “¡Ánimo, Dios nos espera! Exclamaciones como esta desconcertaban a los mismos milicianos. Aquella paz y serenidad ante la muerte era un testimonio de que Cristo vive. En esta segunda expedición de la muerte del 28 de noviembre, iban el Prior de la comunidad de Ciempozuelos, P. Guillermo Llop, y el Maestro de Novicios, P. Juan José Adradas. Ambos dirigen palabras de ánimo y esperanza a sus hermanos. El P. Adradas repite sin cesar:
- “¡Ánimo! ¡No acobardarse!¡Dios nos espera!”

Antes de las 10 de la mañana, los hermanos que colaboraban con los funcionarios de la prisión se dirigieron a las habitaciones de esos oficiales. Vieron como, en un extremo de la galería, estaba la mitad de la expedición, formada en filas de a tres, con las manos atrás, fuertemente atadas con un bramante. El P. Llop dijo a uno de los que sobrevivirían:
“Nos llevan a matar; nos han quitado todo. Avise al P. Provincial, para que haga que todos se preparen para el sacrificio.”
Mientras los milicianos cacheaban una vez más al resto de la expedición, hubo entre los hermanos un largo cruce de miradas. El adiós.
Un sargento de aquellas milicias tuvo un rasgo de piedad con el hermano Melitón que, maniatado como todos, arrastraba sus 88 años, con gran flaqueza. Lo separó de la fila y lo retuvo hasta que arrancaron los autobuses de la muerte, y luego lo dejó libre en la calle. Desconocemos su paradero. Su recuerdo perdura entre los hermanos como un mártir más de aquella comunidad.
Enterado de lo acaecido, el Provincial, P. Bonifacio Murillo, que iba a sobrevivir, recomendó a todos que aceptasen con resignación los designios de Dios y se dispusiesen a la muerte. Los otros dos Superiores, el P. Diego, Secretario Provincial, y el P. Román, viceprior, animaban también con sus consejos.
Poco después de las once de la mañana, los hermanos supervivientes que acababan de despedir a sus once hermanos escucharon el ruido de motores de los autobuses que salían camino de Paracuellos del Jarama. Eran conducidos a la muerte. El autobús de la muerte corría por la carretera de Torrejón, carretera de Alcalá de Henares. Antes de llegar a Barajas, la carretera se bifurca, y mientras la general atraviesa Torrejón de Ardoz, un ramal se dirige a Paracuellos del Jarama.
Las primeras expediciones del mes de noviembre se detuvieron en Torrejón. Allí, al pie del Soto de Alcovea, quedaron muchos hombres ametrallados, y sus cuerpos arrojados a profundas fosas.
Luego, se prefirió llevarlos más lejos de la carretera general, hasta los páramos de Paracuellos. La carretera secundaria describe allí una amplia curva de 180º, va levemente descendiendo hasta el nivel del Jarama, y atravesando un puente sobre el río, tuerce hacia la izquierda. Un letrero anuncia: “A Cobeña”.
Un jefe de una de las patrullas asesinas es un comunista murciano que se ha ganado el apodo de “Cantollano” ya que colocaba a los presos atados codo con codo, al borde de las fosas, en filas de 40. Encendía un pitillo y ordenaba:”¡Venga música! Crepitaban las máquinas y las víctimas atadas por pares, caían a la fosa o en el borde, arrastrándose mutuamente. Un poco de tierra, y otros cuarenta más. Al final, como el último grupo no llegaba a cuarenta mandaba funcionar los fusiles diciendo: “Ahora ¡canto llano!”

Once grandes autobuses de dos pisos se detienen a dos kilómetros del pueblo de Paracuellos del Jarama, en un amplio declive, surcado por un arroyo. A un lado hay unos altos y copiosos pinos. A su sombra se cobijan los autobuses y descienden los presos, con las manos atadas. Hay de todo: militares, profesionales, religiosos... Desciende Julián, a quien odiaron a muerte por lo que representaba. Julián daba testimonio de Jesús.
Julián seguramente recordaría estas palabras evangélicas: “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo”. (Jn. 15, 18-19)
Alguien exclamó en aquellos instantes: “Nos matáis por ser religiosos. Os perdonamos de corazón”.
Un padre se despide de su hijo.
Se escuchan gritos de ¡Viva Cristo Rey! y también de ¡Viva España!
No tenemos noticia de que Julián dijera o gritara algo, más bien, cabe pensar que al modo de San Juan de Dios que en sus cartas escribió: “siempre muriendo, pero callando y en Dios esperando” en medio del estruendo de los disparos, en silencio, como María, dijera sí a la voluntad divina, “hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), como nos enseña Jesús en el Padre nuestro, “hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo” (Mt 6, 10) o como rezó Jesús mismo en Getsemaní, "¡Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz! Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42).
La gloria de Dios y el reinado de Cristo en el mundo fueron el ideal y la suprema aspiración de Julián toda su vida. Suspiraba por el martirio para conseguir tales ideales. Él tenía conciencia de que aquella muerte era el martirio, el máximo testimonio que podía dar de que Jesús vivía cuando él moría.

Seguramente, en esos momentos en el corazón de Julián resonarían de manera singular las palabras de la Consagración que oiría diariamente en latín en la Misa “Accipite et manducate ex hoc omnes: hoc est enim Corpus meum, quod pro vobis tradetur.” (...) “Accipite, et bibite ex eo omnes: hic est enim calix Sanguinis mei, novi et aeterni testamenti, qui pro vobis et pro multis effundetur in remissionem peccatorum.” [“Tomad y comed todos de él porque esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros”. (...) “Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”.] Cuerpo entregado y sangre derramada.
En el sacrificio del Altar se actualiza, se renueva, se hace presente el único sacrificio de Cristo Salvador en la Cruz. La Eucaristía es el memorial de la muerte y resurrección del Señor.
Los mártires participan de un modo particular en la Pasión y muerte de Cristo. El Evangelio nos muestra que para llegar a la gloria hay que pasar por la pasión. “Per crucem, ad lucem” A través de la Cruz se llega a la luz, a la resurrección. Todos tenemos que llevar la cruz, más grande o más pequeña, eso sólo Dios lo sabe. La cruz de la adversidad, de las contradicciones, de la enfermedad, del sufrimiento... Así dice el Evangelio:
"Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre" (Jn 12, 23). Esa "hora" es la hora en la que a nosotros, hombres y mujeres de todos los tiempos, se nos ha donado el amor más fuerte que la muerte.
En esa “hora” en la cruz fue clavado el Hijo de Dios, para que, con el poder que el Padre le ha dado sobre todo ser humano, dé la vida eterna a todos los que le han sido confiados (cf. Jn 17, 2).
- Por eso, debemos dar gloria a Dios Padre, "que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros" (Rm 8, 32).
- Debemos glorificar al Hijo, que "se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Flp 2, 8).
- No podemos por menos de dar gloria al Espíritu de Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos y ahora habita en nosotros para dar la vida también a nuestros cuerpos mortales (cf. Rm 8, 11).
Pensamos que por el corazón de Julián volverían a pasar las palabras de Jesús en la Cruz: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34)

Aquellos religiosos que habían entregado su vida a los más abandonados de este mundo, entregaban ahora su vida como testimonio de su fe en Cristo Jesús.
Hay indicios, como la carta de Julián a sus padres y hermanos escrita el 23 de junio de 1936, que conducen a pensar que la piedad eucarística que aprendió Julián desde niño en la familia, en la parroquia, en el Colegio y en los Tarsicios le acompañó y fue decisiva en el día a día y en su martirio.

De esta manera, perdonando a sus verdugos como Cristo en el Calvario fue fusilado Julián y los hermanos de San Juan de Dios por el solo hecho de su fe hacia el mediodía de aquel 28 de noviembre de 1936.
Como dice el texto paulino: "Si morimos con él, viviremos con él; si sufrimos con él, reinaremos con él" (2 Tm 2, 11)

A la una de la tarde, recién terminado el plato de lentejas en que se resumía la comida de aquellos días en la cárcel de San Antón, nuevo alboroto en las salas, y nueva lista... Al caer la tarde volvería a repetirse la escena.
En estas dos salidas de expedicionarios se les ordenó: “Cojan las mantas”. Fue un rayo de esperanza. En efecto, las dos expediciones llegaron a la prisión de Alcalá de Henares. Dios permitió que aquellos hombres, supervivientes que habían sufrido la angustia de una muerte inminente minuto a minuto durante muchos días, pudieran dar testimonio de lo que sucedió aquel 28 de noviembre.
Dos días más tarde otros seis hermanos de San Juan de Dios serían también llevados a Paracuellos del Jarama y serían fusilados.

Un religioso que fue testigo de la heroica muerte de Julián escribió una carta de consuelo a su madre: “Usted debe sentirse dichosa de que el Señor le haya dado un hijo tan bueno, que ha merecido la palma del martirio.”

Julián Plazaola fue beatificado el 25 de octubre de 1992 por el Papa Juan Pablo II junto a otros 70 mártires de la orden hospitalaria y su fiesta litúrgica se celebra el 30 de julio.

Al beatificar a Julián Plazaola y compañeros mártires, la Iglesia no pretende posicionarse con uno de los dos bandos que se enfrentaron en la guerra civil, ni fomentar el odio o la aversión hacia aquellos que cometieron tal horrendo delito de verter sangre inocente. Lo único que hace la Iglesia es proponernos a los beatos como modelos, ya que perdonaron a sus verdugos, amaron a sus enemigos y dieron la vida por el solo hecho de su fe en Cristo Jesús.
«Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13), la mayor parte de estos mártires se destacaron en la vida cotidiana en el amor a Dios y a sus hermanos y todos se destacaron en ese amor a Dios y al prójimo con el sacrificio de sus vidas y su perdón hacia quienes les arrebataban la vida. Sólo de este modo, con esta sabiduría misteriosa de amar incluso a los enemigos, se puede vencer al mal con el bien y alcanzar el ansiado don de la paz, don que viene de lo alto.

Julián Plazaola Artola dohatsua (1915-1936)

Donostiako Elkano 8 kalean 5. solairuan jaio zen Julian 1915eko irailaren 12an. Hiru egun beranduago bataiatua izan zen Santa Maria Basilikan. Sendotzako sakramentua 1919ko urriaren 6an jaso zuen. Los Angeles ikastetxean ikasi zuen. Bederatzi urterekin Lehenengo Jaunartza egin zuen Santa Maria Basilikan eta Gau-Gurtzako Tarsizioen Kongregazioan sartu zen. Hilabetero elkartzen ziren Eukaristia ospatzeko eta Eukaristian egiaz eta substantzialki presente dagoen Jesus gurtzeko (egungo Tarsizioek egiten duten bezala). Julianek egunero otoitz egiten zuen Errosario Santua bere guraso eta anai-arrebekin.


1934. urtean, hemeretzi urte betetzear zituela San Juan de Dios Hospitaletako Anaia sartu zen. Urtebete beranduago profesa egin zuen Madrilen Ciempozueloseko komunitatean. Gaixo mentalak zaintzea zen bere eginkizuna eta ederki ondo egiten zuen, hitzekin adierazi ez daitekeen maitasunez.


1936 urteko abuztuaren 7an, lehenengo ostirala, Julian eta Ciempozueloseko komunitateko erligiosoak atxilotu zituzten. Julian Plazaolak idatzi zuen bere zorionik handiena izango zela bere odola ixurtzea Jesusen Bihotzaren Erreinua ahalik eta azkarren guregana etortzeko.


1936. urteko azaroaren 28an Paracuellos del Jaraman hil zuten 21 urte zituelarik. Kristorenganako zuen maitasunak heriotzaraino eraman zuen. Lekukoen arabera, Julianek otoitz egiten zuen bera pertsegitzen zutenak eta erlijioaren etsaiak bihotz-berritzeko. 1992ko urriaren 25ean Dohatsu izendatu zuen Joan Paulo II aita santuak. Bere jaia uztailaren 30ean ospatzen da.

domingo, 21 de marzo de 2010

Quiénes somos

Adoración Nocturna en Gipuzkoa (infancia y juventud):

Somos un grupo de cristianos que amamos a Cristo y que sentimos la necesidad de buscarle en el silencio y la oración. Aprovechando el sosiego de la noche nos reunimos una vez al mes para rezar ante Jesús Sacramentado, real y substancialmente presente en la Santísima Eucaristía, y buscar una más íntima unión con Él.
Este encuentro nos anima a vivir nuestro compromiso cristiano siendo Adoradores de noche y Testigos de Día.
El culto a Jesús que está en la Eucaristía se remonta a los orígenes de la Iglesia. Eso sí, tuvo un impulso importante con la Institución de la fiesta del Corpus Christi en el año 1264.
Diversas prácticas piadosas de adoración al Santísimo se fueron llevando a cabo a lo largo de los siglos, hasta que a principios del siglo XIX, exactamente en noviembre de 1810, el sacerdote italiano Santiago Sinibaldi dio los primeros pasos de lo que mas tarde sería la Adoración Nocturna. El 23 de diciembre de 1815 esta obra de la Iglesia era erigida canónicamente y puesta bajo el patronazgo de la Virgen María y del Santo español San Pascual Bailón. El Papa León XIII la elevaría a Archicofradía y Pío X le concedió el Privilegio de agregarse todas las asociaciones canónicas cuyo objeto sea la adoración nocturna al Santísimo Sacramento. Pero la Adoración Nocturna se distingue, entre otras cosas por ser una obra de seglares. Por ello es sin duda que en los orígenes de esta obra tiene un lugar destacado un judío converso llamado Hermann Cohen. Hermann nació en Hamburgo el 10 de noviembre de 1821. Pianista excepcional y de extraordinaria sensibilidad musical, discípulo predilecto de Franz Liszt.
Fue precisamente la Eucaristía quien le llevó a la conversión al catolicismo. La primera vez que recibió la bendición del Santísimo el la recordaba con estas palabras que más tarde escribiría: "Experimenté por primera vez una emoción vivísima, pero indefinible, como remordimiento de tomar Parte en esta bendición.
Tal fue el gusto que le sacó a aquella primera experiencia que comenzó a visitar iglesias. Así llegó a la adoración del Santísimo que se practicaba en la capilla de las Carmelitas Descalzas de París. Un día, llegada la noche, le hicieron señas para que abandonara la capilla. Él, fijándose en un grupo de mujeres que estaban allí dijo que ya se marcharía cuando lo hiciesen ellas. Pero ¡ eh aquí su sorpresa cuando le indicaron que ellas podían quedarse, pero él no !.
Entre nostálgico e indignado se dirigió al vicario general de la archidiócesis para contarle su incidente y su deseo. El vicario le respondió con estas palabras: “Encuentre hombres y nosotros le autorizaremos a imitar a esas piadosas mujeres de las que tanta envidia siente por permanecer a los pies del Señor."
Y así lo hizo. Un 6 de diciembre de 1848, en la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias, en París, Herman Cohen junto a otros 23 hombres celebraría la Primera Vigila de la Adoración Nocturna.
La Adoración Nocturna en el mundo cuenta en la actualidad con más de un millón de miembros y está presente en los cinco continentes. En Gipuzkoa el número de adoradores supera los 200 repartidos en 25 turnos. Más de 160 años de presencia en el mundo, 110 años en Gipuzkoa y la presencia de jóvenes en esta obra avalan su fuerza y su futuro, pero sobre todo, el mejor aval y la mejor tarjeta de presentación es LA FIDELIDAD que estos miles y millones de adoradores mantienen cada mes en su cita con Jesús Sacramentado, una cita que se revive en cada Eucaristía, particularmente en la Misa dominical, una cita que sigue llamando cada día a hombres y mujeres que desean ser Adoradores de noche y Testigos de Día.
Es nuestro deseo acercar cada vez más niños y jóvenes a Jesús Sacramentado. Contamos con todos vosotros y con la ayuda de nuestra Madre del Cielo, a cuya protección nos encomendamos.

sábado, 16 de enero de 2010

"¡Brindad el testimonio de vuestra fe a través del mundo digital! Utilizad estas nuevas tecnologías haciendo conocer el Evangelio, para que la Buena Noticia del Amor infinito de Dios a todos los pueblos resuene de forma nueva en todo nuestro mundo cada vez más tecnológico" Benedicto XVI, mensaje con motivo de la Jornada Mundial de las Comunicaciones 09